5. El tenis, el argentino y yo

El sábado llamé a un grupo de chicos gais que organizan partidos de tenis aquí en Madrid, para ver si me podía incorporar a su grupo. Es algo que vi en una de esas revistas gratis que reparten por Chueca. Me pareció una buena idea, no solo haría deporte (que me está haciendo mucha falta, no por estar gordo, sino porque tengo las carnes caídas y las piernas cada vez más delgadas y flojas). Así tendría la oportunidad de conocer gente nueva y fuera de los ambientes sórdidos en los que generalmente me muevo. Además, me gusta jugar al tenis aunque no soy nada bueno. Muy amablemente me citaron para el domingo a las nueve de la mañana en las pistas de la casa de campo.

Allí estaba yo con todo mi equipo, al que tuve que quitarle las telarañas, quince minutos antes para ver quién llegaba. Primero, llegaron las putas matinales que siguieron carretera arriba, luego los chicos que iban ya tan temprano a la zona de cruising a ver si pillan rabo. Y, por último, aparecieron cinco chicos con sus grandes bolsas deportivas y sus raquetas. Me preguntaron si yo era Rafael. Nada más verlos me acomplejé de mi cuerpo en comparación con los suyos; estaban en plena forma, más ricos que el pan con chocolate. Tras las presentaciones me dijeron la cuota por utilizar las pistas y pasamos a los vestuarios, donde yo fui el único que se tuvo que cambiar, ellos habían llegado en coche y con sus modelitos bien colocados. Se hizo un pequeño sorteo para ver con quién nos emparejábamos y diez minutos más tarde ya estábamos en la pista un chico argentino y yo, dispuestos a empezar nuestro partido. Te imaginarás el ridículo que hice ante este chaval: diez años más joven y en plena forma. Tenía unas piernas de impresión, musculosas y llenas de pelo negro que brillaban cada vez que aparecía el poco sol que hizo. A mi me hubiera venido mejor que la amenaza de lluvia se hiciera realidad, pero no cayó ni una gota. Me machacó a pelotazos por todos los lados, apenas le pude hacer un par de tantos, me barrió de la pista como a un gusano. Después, sin ducharnos —claro que al argentino que me aplastó no lo hice ni sudar, pero yo estaba agotado— bajamos a uno de los bares del lago a tomar un refresco. Allí pude hablar con todos más tranquilamente. Unos me dijeron que tenían pareja, otros que nunca iban por Chueca ni a sitios raros, y el argentino me habló de que estaba estudiando en España, y que en el mes de junio se vuelve a su tierra hasta octubre cuando empezará otro curso. Fueron muy amables, y a la hora de despedirnos, también con muy buenas maneras. Me explicaron que mi nivel era muy bajo y que para ellos resultaba un problema jugar conmigo, porque a quien le tocaba yo como rival le arruinaba la mañana. Me pidieron el teléfono por si alguna vez venía otro participante tan flojo como yo, para así poderme llamar y juntarnos a los dos.

Comprenderán que me marché bastante humillado y con pocas ganas de volver. La verdad es que yo tampoco soy un desesperado por jugar al tenis (y si no, que se lo digan a las agujetas que tengo hoy), a mí lo que de verdad me hubiera gustado es otra cosa, y más con el argentinito que tuve frente a mí, y que apenas lo pude observar, preocupado como estaba de ver venir la dichosa pelotita. Si esas piernas las pillo en un cuarto oscuro, me como todos sus pelos.