102. Orgullo con mucho orgullo

Un año más pasó por nosotros el Día del Orgullo con la habitual parafernalia y con ese halo de expectación generalmente diluido luego en la decepción. Cuando los estadounidenses celebran su 4 de Julio, nosotros celebramos nuestra supuesta liberación sexual y la normalización de aquellos que vivimos con los gustos minoritarios de ese discutido diez por ciento.

Una liberación mucho más retórica y legal que práctica en la vida real. Solo hace falta recordar lo que me contó hace unos días Paquito sobre lo que le ocurrió para mostrar que la sociedad institucional no comulga con las leyes liberadoras.

Conectó en la sauna con dos chicos guapos y jóvenes que le invitaron a entrar con ellos a una cabina. Allí ambos se mostraron muy cariñosos con mi amigo, aunque remisos e incómodos.
―Este lugar es incómodo y pequeño ―comentó uno de los jóvenes―. ¿Por qué no vamos a una pensión que conozco en que alquilan las habitaciones por horas para montárnoslo tranquilamente?
Paquito, ya encandilado, no solo aceptó la propuesta, sino que pagó un taxi hasta la pensión y, por supuesto, el importe de la habitación.

Una vez dentro los muchachos desnudaron a mi amigo para empezar cuanto antes la sesión. Uno de ellos lo invitó a ponerse boca abajo en la cama. Las prisas y una descarada torpeza en los movimientos del invitador preocuparon a Paquito que, no sin trabajo, pudo darse la vuelta y ver cómo el otro chico sacaba todo de los bolsillos de su pantalón. Cuando quiso reaccionar, ya tenia una navaja puesta en el cuello y tan solo pudo ver cómo los jóvenes delincuentes salían de la habitación con el dinero que encontraron en sus bolsillos.

Cuando en la calle se topó con una pareja de policías, les contó lo sucedido. Y fue la reacción de estos funcionarios lo que demuestra que las leyes están muy lejos del espíritu cívico de sus guardianes. Lo miraron con desprecio, lo llamaron viejo maricón de mierda y lo conminaron a que se fuese de su vista cuanto antes no sin antes sentenciar la entrevista con estas palabras: «Y aprende la lección, deja de perseguir a chavales y si no puedes mejor te la cortas».

Este año estaba decidido a no acudir al desfile de día del Orgullo. Ya en otras ocasiones he sufrido esa decepción de una mala organización, de esas interminables horas al calor rodeado de muchísima gente, algunos con gracia, otros buscando tu cartera, y sobre todo familias heterosexuales llevando a sus niños como alternativa del Zoo o el Parque de Atracciones.

Pero una llamada precisamente de Paquito me cambió los planes. Utilizó toda su retórica para sacarme de la casa:
―¡Cómo vamos a dejar de ir nosotros que sabemos lo que han tenido que luchar nuestros antecesores para lograr que esta fiesta pueda celebrarse en la actualidad! Los beneficiarios de la liberación que hoy podemos disfrutar se lo debemos.
―Y se te olvida la auténtica razón por la que quieres ir: por si ligas y pillas algo.
―Bueno eso también ―admitió―.

Reconozco que la organización va mejorando cada año. Lo mejor el homenaje constante a Pedro Zerolo, autentico héroe en nuestra comunidad, luchador desde la serenidad y en los foros más eficaces, desaparecido hace unos días. Pero los integrantes de los camiones-carrozas siguen siendo los prototipos superficiales de siempre. Mostrando el resultado de los arduos sacrificios en el gimnasio durante todo el año, soltando plumas a diestro y siniestro al ritmo, supuestamente, erótico y sensual, de la música a todo volumen y con la mínima vestimenta posible. Más elaborados y divertidos son los disfraces de aquellos que caminan entre camión y camión. Un año más no faltaron los disfrazados de desnudo integral que son el plato fuerte de las numerosas señoras reaccionarias que siempre acuden para taparse la cara con las manos cuando pasan, eso sí, con los dedos separados y los ojos bien abiertos.

En la noche, tras los fracasos repetidos de pillar mesa en cualquier restaurante de la zona, entramos a un local de amantes del cuero que mi amigo frecuenta. Llenamos el estómago con cerveza y ya con las coordenadas un poco desalineadas, nos vimos incluidos en las charlas y brindis de un grupo de alemanes y holandeses venidos exclusivamente para el evento y cuyo español apenas se entendía ―ni falta que hacía―.

Poco después estábamos por la calle con el animado grupo rumbo a un local donde se celebraba una fiesta especial cuyo billete de entrada todos tenían en el bolsillo. En la puerta unos lo enseñaban y otros, como Paquito y yo, no. Una vez dentro, lo primero que pudimos comprobar fue que la fiesta era nudista. Nos tocó despelotarnos para quedarnos únicamente con los zapatos puestos. El local, no demasiado extenso, estaba repleto, costaba moverse sin restregarse por todos los flancos del cuerpo. Con tanto ajetreo, los vapores de la cerveza comenzaron a abandonarme y empecé a tomar conciencia de dónde estábamos metidos.

Cuando llegamos a la sala principal del bar, vimos como un joven musculoso subió de un salto a la barra que previamente habían despejado y se tumbó boca abajo en ella. Inmediatamente un par se señores se pusieron unos guantes de látex que, junto a unos grandes botes de crema blanca abiertos estaban en un extremo de la barra y untándose bien la mano comenzaron a manipular el ano del musculoso que, empinando el culo, trataba de facilitar la maniobra. Pronto empezaron a desaparecer por el orificio todos los dedos de uno de los oficiantes. La expectación se reflejaba en la cara de los mirones, alguno de los cuales se masajeaba el pene, supongo que para unir sensaciones. Cuando aquella mano enguantada desapareció en el interior del dilatado ano hasta la muñeca, consideré que el espectáculo ya era suficiente para mí. Los gemidos del muchacho invadido no dejaban dudas sobre el éxito del ejercicio. Seguí caminando por el local haciendo caso omiso a los roces intencionados, a los súbitos abrazos de aquellos que hablaban de todo menos español y sorteando grupos de hombres enredados en frenética actividad. En alguno de esos grupos creí ver a Paquito en el centro, atendiendo al mayor número posible de cuerpos excitados. Al doblar una esquina, un tipo delgado y de menuda figura me sonrió dándome una pinza metálica y, señalándose el glande, me invitaba a que se la pusiera en ese lugar. Cuando pude fijarme bien comprobé que era el único sitio libre donde no tenía una de esas agresivas pinzas enganchada. Decliné la invitación y empecé sopesar la posibilidad de ir a buscar mi ropa y dar por finalizada mi presencia en la fiesta.

Las infinitas variantes que tiene la práctica del sexo dan par un concienzudo y extenso estudio. Yo personalmente las admiro todas y no me cierro a nada, la posibilidad de descubrir sensaciones nuevas es atrayente por naturaleza del ser humano. Y si no, que se lo cuenten a Ángel, que es pura curiosidad por todo lo que no conoce. Dudo de contarle lo que hoy he visto que, entendiendo no ha sido nada del otro mundo, es terreno poco conocido por mí y seguro que querría embarcarme en esos menesteres.