125. Boda gay

Ayer tomé un café con Paquito mientras esperaba a su primo que debía recogerlo con el coche para ir juntos a la boda gay de un buen amigo de su familia. Con su mejor traje y el ánimo algo más recompuesto. A pesar de la ausencia de su novio Marcos me explicaba:
―Me hace ilusión ir porque es la primera boda gay a la que voy a asistir.

Hoy a media tarde, apenas unas pocas horas después, he recibido la llamada de mi amigo que, con voz visiblemente angustiada, me ha pedido que nos viéramos inmediatamente.

―¿Ha pasado algo? ¿Habéis tenido algún accidente? ¿Estás bien? ―pregunté alarmado por el tono de sus palabras―.
―Físicamente estoy bien. No hemos tenido ningún accidente, pero ha ocurrido algo que tengo que contarte urgentemente.

Conociendo a mi amigo, pensé que sería cualquier tontería de las suyas, pero el color de su voz no era el habitual en él. Quedamos en mi casa porque, según me dijo, no quería tener testigos de esta conversación.

Llegó descompuesto, llevaba el mismo traje del día anterior, pero en nada se parecía su aspecto a cuando lo dejé rumbo a la ciudad castellana. Sin hacer caso al vaso de vino que le ofrecí, empezó la narración de su viaje a Segovia.

―Nos costó encontrar aparcamiento por el centro de Segovia y casi llegamos tarde a la sala de matrimonios del Ayuntamiento. Pillamos al amigo de mi primo a punto de entrar en un despacho y se paró un momento para saludarnos, momento que aprovechó mi primo para presentármelo. «Encantado de conocerte y muchas gracias por venir a mi boda ―nos dijo con cierta prisa―. Disculpad, pero debo entrar en este cuarto porque el protocolo señala que debemos aparecer por aquella otra puerta a la sala de matrimonios la pareja junto al juez que nos casará. Luego os presento a mi novio, después de la ceremonia, aunque ya os lo presentaré como mi marido... je, je, je».

Nos sentamos en uno de los asientos puestos para el público en espera del comienzo. Unas veinte personas nos acompañaban sentados en los bancos aledaños. Cuando se abrió la puerta frente a nosotros, todos nos pusimos de pie para recibir a los protagonistas del evento. Apareció primero un rechoncho señor con una banda que le cruzaba el pecho y con un bastón de mando en la mano que nos indicó su rango de alcalde. Detrás aparecieron los novios, el amigo de mi primo y a su lado... ¡¡¡Marcos!!! ¡¡¡Mi novio!!!

 Se me nubló la vista. Sentí un mareo que me obligó a sentarme ante la extrañeza de mi primo que tiraba de mi hombro para indicarme que todos estaban en pie. Como no le hacía caso, se agachó para decirme algo al oído. Cuando vio mi rostro absolutamente blanco y mi gesto demudado por completo, se asustó preguntándome qué me ocurría. Fue entonces cuando la mirada de Marcos coincidió con la mía. Su sonrisa desapareció del rostro e, inmediatamente, miró hacia otro lado. Volvió a recomponer el gesto alegre en su cara, pero su sonrisa ya no era la misma; un fuerte rubor cubrió toda su piel, algo que no debió llamar la atención por lo emocionante del momento.

Le dije a mi primo que en cuanto mis piernas dejaran de temblar y tuviera la fuerza necesaria, saldría de allí corriendo y sin girarme ni parar hasta llegar a mi casa para meterme en la cama el resto de mi vida.

Cuando ya el alcalde había empezado su oratoria, pude levantarme y echando una última mirada a Marcos para cerciorarme de que realmente era él, abandoné la sala con la vista borrosa, seguro de estar viviendo solo una pesadilla.

Me acompañó mi primo hasta el coche y me dejó esperando para darle lugar a volver al Ayuntamiento y poder excusarse de la intempestiva marcha por culpa de una «repentina indisposición mía».

Una vez en casa solo pude gritar, maldecir e insultar al hijo de puta de Marcos y hacer mil planes para vengarme de este tipo que me ha roto la vida.

Confieso que me quedé sin palabras ante la dolida narración del pobre amigo. Pero cualquier cosa que yo le hubiera dicho igualmente no serviría de nada ante tamaño desconsuelo. A veces la vida nos maltrata con giros y sorpresas que nos dejan heridos. En esta ocasión le ha tocado a Paquito. No recuerdo haberlo visto nunca tan enamorado; me solía decir que Marcos era su último tren, pero era el mejor tren que jamás hubiera imaginado coger.

Según me nombrara Paquito las promesas de futuro que le hacía cada día, más rabia sentía yo también y más ansias de venganza alimentaban mi ánimo. Era evidente que no existía la madre enferma que debía cuidar cada fin de semana; esos días los dedicaba a atender a su ya marido. La idea de presentarnos ante este marido cornudo y abrirle los ojos contándole la clase de persona con la que se acababa de casar fue tomando forma.

Pronto nos fuimos dando cuenta de que este pensamiento podía servirnos para ir canalizando nuestra ira, pero que poco menos sentido tenía para nadie. Tan solo lograríamos ampliar el número de personas a las que este farsante cabrón pondría a sufrir. De todas formas, dejamos todas las posibilidades abiertas para ir analizándolas más adelante cuando la frialdad y el sosiego vuelvan a nuestros sentidos, de momento muy dañados.