80. ¿Quién pone los condones?

Al final me fui a Sevilla y ha sido la decisión más desafortunada que he tomado en estos últimos años.

El sábado en el AVE llegué a la estación de Santa Justa y en vez de encontrar al niño esperándome, recibí una llamada para decirme el hotel en el que me había reservado habitación y que a la tarde se pasaría por allí.

Afortunadamente, el clima sevillano nada tiene que ver con el frío de la capital. Un brillante sol y una sensación cercana al ambiente primaveral siempre ayuda cuando uno está en actitud de permanente espera y sin saber qué ocurrirá en los siguientes momentos.

Hasta las diez de la noche no apareció Ángel. Con mil disculpas me convenció para que saliésemos a cenar y luego a tomar una copa en una discoteca gay que se había tomado la molestia de buscar. Mi cabreo: parecido; la cena: mala, en un local caro, y la discoteca: insufrible.

La música, el gentío y el excesivo desparpajo de los andaluces no me gustaron nada. Al niño le entraba un tío cada cuarto de hora; yo tuve más "suerte" y solo me entró uno, pero con tan mal estilo que mejor se hubiera quedado en su sitio de la barra en vez de acercarse. El señor estaba hasta bueno, si no hubiera abierto la boca. Se acerca y me dice: "¿Quién pone los condones, tú o yo?". Ni le contesté. El niño, harto de que interrumpieran nuestra conversación (los sevillanos son pertinaces, igual les da que estés con alguien, ellos lo intentan de todas formas), nos marchamos a una terraza donde, se supone, que estaríamos más tranquilos. El problema vino provocado por el exceso en los tragos; el niño ya llevaba unos cuántos cubatas y el efecto se le estaba notando por momentos. Cuando entramos al hotel casi ni podía dar dos pasos en línea recta sin mi ayuda. Cayó en la cama aniquilado por completo y yo me pasé la noche en vela preguntándome qué coño hacía yo allí mirando a un niño borracho. Me dormí de madrugada. Al mediodía tuve que despertar a Ángel porque sabía que tenía cita con su familia para comer. ¡Las jodidas comidas familiares!

En la tarde del domingo se me ocurrió dar un paseo por la ciudad, pero el tiempo cambió radicalmente y un frío húmedo invadió la ciudad. Pronto me convencí de que el hotel era el mejor refugio para sobrellevar esas horas de soledad. Y ahí me tenéis viendo fútbol en la tele y esperando a que de un momento a otro apareciera el niño por la puerta. A las nueve me llamó para decirme que esa noche no me podía ver pues se tenía que marchar a San Lucas de Barrameda; los habían invitado a una montería el lunes de madrugada y tenían que dormir allí.

Ni me cabreé, le dije que muy bien y acto seguido recogí mis cosas y en un taxi me fui a la estación para ver si podía tomar el tren de regreso. Un domingo por la noche es totalmente imposible encontrar un billete para Madrid, así que me tocó regresar al hotel con el rabo entre las piernas para pasar la noche. pero ya con mi billete de vuelta para el lunes a las diez de la mañana en el bolsillo.

Voy de equivocación en equivocación. Ayer lunes a la tarde lo llamé para decirle que no fuera al hotel a buscarme que ya estaba en mi casa. Ni se extrañó, se disculpó como mejor pudo, me dijo que estaba muy apenado por haberme pedido que fuera a Sevilla y que apenas me pudo atender. Basó sus justificaciones en las intenciones primeras que sí eran buenas, alegando que si salieron mal, al menos se intentó.

Salí por la noche para, más que nada, volverme a sentir persona y saber que estaba vivo. Pero aquí en la capital el frío también jode y apenas había nadie en ningún lugar. Al menos en mi casa sentí que volvía a disponer de mi vida y la soledad sin esperanzas es mejor que la soledad defraudada.