133. Los tentáculos del padre

A la tensión del maldito viajecito suicida en moto se unieron aquellas palabras que no me tranquilizaron en absoluto. Empezaba a sentirme tremendamente incómodo hablando medio escondidos en un lugar nada apetecible y, encima, sintiéndome posiblemente observado desde la oscuridad. Aunque reconozco que cualquier persona que apareciera por allí, seríamos nosotros los que primero la veríamos. Jesús continuó poniéndome al tanto de las circunstancias:

―En realidad tan solo he estado contigo en situación como para que cualquiera pudiera adivinar mi sexualidad, y no estoy seguro de que, cuando estuve en tu casa, ya hubiera empezado la vigilancia; tampoco mi madre pudo, o no quiso, decirme desde cuándo mi padre contrató a los detectives. Nunca te he hablado mucho de mi padre porque es un tema que me pone nervioso, pero es mala gente, está acostumbrado a tenerlo todo bajo control; en su empresa, como jefe, es un hijo de puta que tiene a todos sus empleados acojonados; estoy seguro que a mi madre la engaña constantemente, y yo, desde que era bien pequeño, solo he tenido la ilusión de ser autosuficiente para perderlo de vista cuanto antes. A veces pienso que sería bueno que se enterase de que soy gay, así me echaría de casa y no volvería jamás. Pero, de momento, apenas tengo seis mil euros en mi cuenta de ahorros y ya me dirás adónde voy con esa miseria.
―Se me ocurre que si quieres esconderte algunos días en mi casa hasta ver si se le pasa la manía a tu padre, o si tú entiendes que te pueda ayudar de alguna otra manera, dímelo. Ya sabes que cuentas conmigo.
―Muchas gracias, Rafa, pero irme a tu casa sería lo peor. Te investigaría a ti y nos haría la vida imposible a los dos. Y lo último que yo quiero es involucrarte en mis problemas familiares. Por otra parte, también me da miedo que se meta a preguntar en el Opus donde él tiene muy buenas amistades. Bien es verdad que tan solo un padre, mi confesor, sabe de mi verdadera sexualidad, y yo confío mucho en su discreción, pero desconozco si él lo tiene que hablar con otros miembros de su asociación y si estos serán tan íntegros como él.
―Alguna decisión tendrás que tomar, Jesús. No puedes estar escondiéndote toda la vida. Y tampoco tienes por qué hipotecar tu auténtica forma de ser para tener a tus padres contentos.
―En realidad, a mí no me cuesta mucho renunciar al sexo. No es algo por lo que pierdo la vida tras ello. Sé perfectamente que puedo controlarme, al menos hasta que pueda independizarme ―cada vez que pronunciaba esa palabra, su mirada se hacía ensoñadora, como aquel que habla de su mayor ilusión―.
―Y entonces nosotros, ¿tendremos que vernos siempre así, de esta manera tan rocambolesca?
―Tenemos que establecer unos códigos que solo nosotros conozcamos para quedar. Creo que mi móvil, de alguna manera, lo tienen también vigilado y pueden escuchar mis conversaciones.
―Eso es ilegal, Jesús. La vida privada es sagrada.
―Cuando es entre familia, no es ilegal. Ya me he enterado y resulta que, de todas formas, el concepto de ilegalidad es muy moldeable, lo marca el objetivo de la vigilancia y para lo único que no sirve es como prueba testifical en un juicio. Cuando hablemos, serás el proveedor de material de oficina para nuestro despacho; si te digo que traigas cuartillas, es que nos veremos donde hoy; si te pido grapas, será en la cafetería cerca de tu casa que venden, sobre todo, pan, y si digo que quiero tinta para la impresora, nos veremos en la plaza de Chueca. El número de unidades que te pida será la hora para encontrarnos, ¿te has enterado? Si más adelante necesitamos otros lugares de encuentro, ya pensaremos algo, ¿de acuerdo?

Después de hacer un repaso de «los pedidos» que puedo hacer, apenas me quedaban más cosas por preguntar. Todo esto me parecía bastante increíble y como de película barata.

―Bueno y si tengo que llamarte yo, ¿cómo lo hago? ―era la única duda que me quedaba―.
―Me hablas de un pedido pendiente por entregar, me dices el material que es para yo saber el lugar y la cantidad. De esta forma, yo puedo ver si esa hora me viene bien. Es un sistema fácil, ya verás lo bien que nos sale y esta gente se lo tendrá que currar para seguirme la pista. De todas maneras, no es muy conveniente que nos veamos mucho, de momento.

Este último pensamiento de Jesús era el que, en ese momento, más coincidente era con el mío. No estoy por la labor de jugar a espías a mis años, y la posibilidad de que se metan investigadores en mi vida es algo que no me gusta nada, pero nada.

Aún tuve otra pregunta que hacerle antes de diseñar el plan de salida de aquel tétrico estacionamiento:
―¿Qué sabe Ángel de todo esto?
―Nada, al menos eso creo. Tengo dudas si decírselo o no. Hace varios días que no hablo con él, pero mañana ya no tendré más remedio que ir al despacho. ¿Tú qué me aconsejas?
―La verdad es que no tengo ni idea sobre qué aconsejarte. Conoces mejor que yo a tu amigo y sabes que todo lo utiliza. Quizás sería mejor no decirle nada, pero eres tú el que lo debe decidir.